Posts Categorizados / PATRIMONIO
La Tejería, situada en los antiguos sotos que llevan su nombre, y cuyos restos ya son inapreciables, estuvo en funcionamiento hasta hace unos setenta años, más o menos, pero en este caso nos remontamos bastante más atrás, en concreto al año de 1660.
El 14 de marzo de 1660 comparecieron los que luego se enumerarán ante el notario de Burgui, Pascual Bronte. Cabe destacar que este letrado ejerció la notaría casi durante cuarenta años. Durante ese periodo Pascual Bronte ejercía su función no solo para los vecinos de nuestro pueblo, sino también para otros pueblos del valle. Pues bien, comparecieron ante tal notario Juan Lorea, Miguel Glaría y Miguel Sanz, regidores del pueblo por una parte, y, por la otra, el que sería el arrendatario ese año de la tejería, Francisco Aguirre, vecino del lugar de Samper de baxanabarra del Reyno de Francia. No es la primera vez que venía un oficial texero francés. En 1652, por ejemplo, arrendó la tejería Bernarde de la Viele de Mugurri, también de la Baja Navarra.
¿Cómo funcionaba el servicio municipal de tejería? Los vecinos de Burgui comunicaban al Ayuntamiento la cantidad de tejas y ladrillos que, según sus previsiones, iban a necesitar próximamente para hechura o arreglos de sus casas y bordas. Decimos ‘próximamente’ en sentido amplio, porque parece que no todos los años se arrendaba la tejería. Cuando el Ayuntamiento, por la cantidad y urgencia de los pedidos, creía conveniente, se convocaba el arriendo.
Las cláusulas del arriendo de ese año 1660 tienen su interés. En primer lugar, se convino que al tejero hará la texa y ladrillo de dos hornadas, aunque si hiciera falta una tercera hornada, se realizaría. No sabemos cómo sería la hornada, pero cabe suponer, o que en cada hornada se cocía bastante material, o que el pedido no habría sido muy alto. Lo que está claro es que el tejero hacía las unidades solicitadas y permanecía en el pueblo solo mientras cumplía con su trabajo. Después cogía los bártulos y… a otra tejería a cantar.
Otra condición era que la tierra que se acostumbra a llevar a la texería de la bachondoa la acarreen los vecinos para los que se va a cocer la teja y el ladrillo. Bachondoa parece significa ‘junto a Bacha’, término conocido por sus viejos quiñones, ahora transformados en viveros de pino. De Bacha, pues, debían llevar la tierra, que luego en la tejería se encargarían de refinar, con alguna especie de molón tirado por caballerías, en esta proporción: una carga de tierra por cien tejas, y lo mismo por cien ladrillos. Regidores y vecinos estaban presentes cuando salían las hornadas, para inspeccionar el producto, de modo que toda texa y ladrillo que saliere mal cocida sea hechada affuera, lo mismo que las que salieren demasiado cocidas, que estén torcidas y que no sean apegadas unas con otras. Antes de pagar, había que revisar el género para comprobar si estaba a gusto del consumidor.
También se exigía al tejero que aya de hacer (tejas y ladrillos) y aga de la misma marca, largura y reciura que se acostumbra en la villa. En palabras más actuales, no cambiar de modelo.
¿Cuál era el precio del producto? Este año de 1660 los vecinos debían pagar a Francisco Aguirre tres ducados, unos 75 reales (el sueldo del peón venía a ser de 3 reales sin la costa), por mil tejas; y 30 reales, por millar de ladrillos. El precio, pues, lo imponía el ayuntamiento, no se dejaba al arbitrio del tejero.
Como los tejeros de entonces no debían ser precisamente unos potentados, el ayuntamiento procuraba hacerles algunos adelantos para que pudieran trabajar sin pasar demasiada necesidad. Así, otra cláusula determinaba que al tejero, mientras trabajaba, se le hay de dar por quenta de la villa una carga de trigo, y que los vecinos (le den) para companaxe. En otras palabras, el ayuntamiento, para el pan; los vecinos, para potaje y ración. Pero esos anticipos se descontarían del total al hacer las cuentas.
En resumen, que el oficio de tejero no debía ser precisamente una bicoca. En beneficio de los vecinos se ajustaba mucho los precios, que serían muy parecidos en los pueblos del entorno. Pero se cumplía con un buen servicio a la comunidad. Siempre ha sido muy agradable ‘dormir bajo teja’, arrullado al son de las goteras.
En Burgui durante los últimos siglos hubo un par de hornos municipales. Uno de ellos -de él hoy no queda más que el solar- era el de Portalatín, porque el amo de esta casa debía ser el propietario del local y arrendatario del servicio. Estaba situado en la calle del Medio, debajo de casa Aguyo, enfrente de la casa de Carlos Zabalza. Era un pabellón con tejado a dos aguas y mobiliario elemental: bancos corridos, unas simples mesas para trabajar la masa y un horno de leña con boca de hierro manipulada a palanca. El otro, de parecidas características, era el de Mañuelico, situado en la calle de la Cruz, en el solar que hoy ocupa la casa de Prudencia Sanz, frente a casa Larrambe.
¿Cómo funcionaban los hornos? La víspera de hacer la hornada -generalmente las familias hacían pan sólo una vez a la semana- las dueñas cernían la harina y preparaban la masa en su propia casa. El día señalado la hornera, muy de madrugada, llamaba por tres veces en las puertas de las dueñas. El primer aviso era para que encendieran el fuego, el segundo para que calentaran el agua, y el tercero para masar (amasar). ¿Cabe servicio más esmerado?
Poco después comenzaban a entrar a la tahona las amas de casa -normalmente acudían al horno que les caía más cerca- cargadas con la masa envuelta en un mantasco, y comenzaban a moldear figuras de panes, alguna torta, e, incluso, algún muñeco o figurilla para los niños. Marcaban las piezas con la señal de la casa (pellizcos de diverso tipo o señales muy sencillas, pero de larga tradición), para poder identificarlas cuando salieran del horno. Con las manos en la masa, la conversación se animaba repasando habladurías sobre noviazgos, disputas o escándalos más o menos trascendentes en la villa. La hornera alimentaba la lumbre, barría con matas de boj el suelo del horno y, por medio de palas de diversos tamaños, iba depositando los distintos moldes de masa en el horno. La propia hornera los sacaba después cocidos, y cada dueña volvía a casa con su capazo a la cabeza lleno de hogazas, y con una cesta con tortas azucaradas e, incluso, alguna dulce chuchería. ¡Buen día, para los niños…! Y también para los mayores, que no hacían ascos al pan crujiente, a pesar del conocido y taimado refrán: ‘casa de pan tierno, casa de mal gobierno’.
Y ¿qué recibía la hornera por sus desvelos, leña, ropa (mantas) y utensilios que ponía a disposición de sus clientas? Un trozo de masa por cada masada cocida. En 1643 había que entregar a la hornera una libra de pan en massa por cada robo de la especie. Además se le exigía vender el pan que produjeran esas raciones de masa al mismo precio que el de la panadería. En definitiva, que no debía ser gran negocio el de hornero, o mejor, de hornera, que es la que llevaba el peso del trabajo. Sacarían tan solo el pan para casa y unos cuantos reales más por el que vendieran con la aportación de las clientas, pero cumplían una hermosa misión de intendencia para la villa.
Alejandro Ezquer en su panadería de Burgui
Por lo que había costado, y por lo que suponía para la familia, el pan tenía algo de sagrado. Era pecado tirar el pan. Se señalaba la hogaza con una cruz antes de cortarlo. Y todos los domingos y fiestas de guardar cada familia, por turno riguroso y con un esmero extraordinario, llevaba cortado a la iglesia el pan bendito, que se repartía en la Misa Mayor al comenzar el ‘Padre nuestro’.
Los dos hornos municipales debieron funcionar hasta la Guerra Civil (1936-39). Después de la Guerra muchas amas de casa aún siguieron amasando en casa, pero ahora llevaban a cocer la masa a las panaderías de Rumbo, Juan Grande y Pelaire. Hacia 1950 recogieron cedazos, artesas y mantascos y comenzaron a acudir, como las señoras de la capital, a la panadería a por el pan de cada día.
En los documentos antiguos se diferencia claramente entre hornos y panadería. Se subastaban por separado los dos servicios. Parece que el fin primordial de la panadería era proveer de pan a los que no sembraban: clérigos, carabineros cuando los hubo, médico etc. Sin embargo, es muy posible que los mismos hornos ejercieran también la función de panadería. Podían hacerlo perfectamente. Lo cierto es que, durante siglos, la gran mayoría de amas de casa de Burgui acudían a cocer el pan de su hogar a los hornos municipales.
En el año 1932 Alejandro Ezquer Andreu abrió la actual panadería que hoy -ya en la tercera generación- continúa ofreciendo a vecinos y visitantes los afamados cabezones y tortas de txantxigorri en uno de los pocos hornos de leña existentes en el Pirineo. Un pan estupendo para hacer tostadas junto al fogón o un buen caldero de migas, plato común de almadieros y pastores, hoy convertido en menú de celebraciones.
Enlace a reportaje sobre panadería Ezker en Diario de Noticias, 14/12/2014
Impulsado por la Universidad Pública de Navarra, desde el año 2006 se está trabajando en la creación del Archivo del Patrimonio Oral e Inmaterial de Navarra, de cuya materialización se encarga la empresa Labrit Patrimonio. Para ello se está llevando a cabo la grabación en vídeo de entrevistas a personas mayores para salvaguardar de ellas los recuerdos que poseen sobre formas de vida ya extinguidas y que afectan a las localidades en las que han desarrollado su ciclo vital.
Se busca de ellos sus conocimientos y sus recuerdos sobre los oficios ya desaparecidos, las fiestas de antaño, creencias y religiosidad, vida municipal, pastoreo, conservación de alimentos, medicina popular, juegos infantiles, canciones, y un largo etcétera. Todo ello en base a un cuestionario minuciosamente preparado, y adaptado a cada localidad e informante.
Desde 2006 hasta ahora se han entrevistado en toda Navarra a más de 1.600 personas en 412 localidades, lo que le convierte en el archivo de patrimonio inmaterial de mayor envergadura a nivel europeo, y además de un valor incalculable, pues un porcentaje considerable de los informantes ya han fallecido. Estamos hablando de miles de horas de grabación. El objetivo en Navarra, muy ambicioso, es llegar a las 5.000 entrevistas, es decir, un 1% de la población.
En el caso de Burgui, gracias a la implicación en este proyecto de la Asociación La Kukula, las personas entrevistadas hasta este momento son 12, algunas de ellas ya fallecidas. Así pues, de nuestro pueblo quedan guardados para siempre los recuerdos del algunos oficios ya desaparecidos, muy especialmente el de almadiero; han quedado grabados igualmente los testimonios sobre los juegos de antaño, los recuerdos de la escuela, la fiesta infantil del obispo, el lavado y blanqueo de la ropa, las cencerradas del víspera de Reyes, los carnavales, las diversas romerías, las fiestas de San Pedro, los comercios que había en el pueblo, las costumbres de la Navidad y de la Semana Santa, la repercusión de la guerra, la vida en las bordas de Sasi, la relación con otros pueblos, las formas de vestir de antes… y muchas cosas más. Una perfecta radiografía de Burgui en la primera mitad del siglo XX. Y todo ello es memoria que ya no se pierde.
Con motivo de la festividad de San Nicolás, cada 6 de diciembre los niños y niñas de Burgui recorren las calles del pueblo bendiciendo las casas y entonando alegres coplas a cambio de aportaciones de viandas de los vecinos con las que después celebran un buen festín.
Este nutrido grupo de niños y niñas está formado por un séquito encabezado por el «obispo» y dos diáconos a los que acompañan el «alcalde» (lleva una vara de mando y es el encargado de recoger los donativos en metálico en un zacuto), los «cesteros» (transportan las cestas donde se recogen las viandas como patatas, huevos o dulces), y los «espederos» (quienes en unos espedos ensartan las chulas, longanizas o embutidos).
La víspera de la celebración de este festejo, el «alcalde» que forma parte de esta comitiva es el encargado de comunicarlo a los vecinos mediante este curioso bando anunciado por el pueblo mediante corneta:
De orden del señor alcalde, hago saber, que durante el día de mañana, día de San Nicolás guarden bien sus animales domésticos, especialmente las aves. En caso de encontrar alguna de ellas por las calles, será llevada a casa del obispo, donde seguidamente será sacrificada.
De esta manera se advertía al vecindario del riesgo de que se apropiaran de las gallinas que antiguamente se encontraban por las calles. También tenían derecho para entrar en las huertas y recoger los escasos productos que por estas fechas se encontraran, principalmente cardos.
El propio día 6 se realiza el recorrido por las calles del pueblo entonando estas tradicionales coplas y canciones:
Hoy es el día de San Nicolás, todos los niños de fiesta están, en esta casa todos esperan la limosnica que nos alegra, ¡el señor obispo les bendecirá!
Vengan vengan los huevos, las chulas y los cuartos y alguna otra cosica que si no, no nos vamos. Si nos dan, no nos dan, las gallinas cantarán.
La señora de esta casa es una santa mujer, pero más santa sería si nos diera de beber. Compadézcanse señores, de estos pobres estudiantes, que celebramos la fiesta muy contentos y galantes.
Una vez recibidas las viandas y aportaciones en cada casa, el obispo realiza la siguiente bendición frente a ella antes de proseguir la marcha:
La bendición de Dios Padre, la bendición de Dios Hijo, la bendición de Dios Espíritu Santo, que baje Dios a esta casa y la bendiga, por los siglos de los siglos, amén.
13 DE DICIEMBRE: SANTA LUCIA
El 13 de diciembre es la festividad de Santa Lucía. Hoy día, lo mismo en Burgui como en el resto del Valle de Roncal, es una fecha que pasa totalmente desapercibida. Pero esto no sucedía antaño.
Sabemos que en Uztárroz llegado este día era costumbre encender hogueras en la plaza y comer migas. Esta costumbre desapareció ya iniciado el siglo XX. En Garde existió en las afueras del pueblo una ermita dedicada a Santa Lucía, hoy desaparecida. Domingo López, beneficiado de la parroquia de Garde, en el año 1658 dejó una manda testamentaria de 14 ducados a repartir entre la iglesia parroquial (6 ducados) y las ermitas de Zuberoa (4 ducados), de San Juan (2 ducados), de Santa Lucía (1 ducado) y de San Cristóbal (1 ducado).
Sin embargo, es en Burgui en donde más expresiones religiosas encontramos en torno a esta santa. Hubo también en nuestro pueblo una ermita dedicada a Santa Lucía, ya desaparecida, cuyo emplazamiento se desconoce. Todo hace pensar que estuvo en el monte de Santa Lucía (de allí este topónimo), junto al vedau Nuevo y Zicaraya.
En el año 1783 el obispo don Agustín de Lezo durante su visita pastoral a Burgui mandó «que en la basílica de Santa Lucía se haga mantel nuevo y que a la santa se le quite el vestido que tiene actualmente y se haga otro nuevo».
Félix Sanz recoge el dato de que en el año 1760 se contabilizaron entre otros ingresos «seis reales y veinte maravedís cogidos en el platillo durante las rogaciones mayores y menores del día de Santa Lucía», lo que implica que en esas fechas todavía se iba en procesión hasta la ermita.
Tenemos conocimiento de la existencia de una Cofradía (o Hermandad) de Santa Fe y Santa Lucía. Se desconoce cuándo desapareció esta cofradía burguiar pero sí se sabe a través del libro de la Cofradía de Santa Fe y Santa Lucía es que en el año 1708 ya existía, siendo entonces su prior Martín Sanz. Mientras que en 1778 el prior era Pablo Burdaspal.
Los cofrades tenían la obligación de acudir a la ermita de Santa Lucía ataviados con capote y valona, pues sus propias ordenanzas establecían que quienes no lo hiciesen serían castigados con la sanción de dos reales. Una parte de esas multas estaba dispuesto que fuesen destinadas a los pobres. Por no acudir a Santa Lucía vestidos conforme al reglamento, por ejemplo, fueron sancionados Domingo Rodrigo y Juan Tomás Ustés.
Dentro del patrimonio oral recogido en Burgui ha pervivido hasta nuestros días una pequeña oración dedicada a esta santa que dice así:
Santa Lucía bendita
madre de San Agustín
a Dios entrego mi alma
cuando me voy a dormir
Reproducimos a continuación de la mano de Manuel Sanz Zabalza algunos de los juegos de antaño que, de pequeños, se realizaban durante los años escolares, que en aquellos tiempos acababan a los catorce años.
Para seleccionar los jugadores
(una, pa, burri, chiqui, ni pi)
En primer lugar había un sistema de selección antes de empezar a jugar. Se formaba una cuadrilla de 15 ó 20, o más chicos, poniéndonos en corro o círculo para contar, y así formar dos bandos.
Era el sistema de una, pa, burri, chiqui, ni pi. A cada palabra, por ejemplo una, correspondía un niño, a pa otro…, y así a las cinco palabras mágicas. Un niño, puesto en medio del círculo, hacía de contable.
Comenzaba por su derecha. Al que le tocaba la palabra quinta, ni pi, salía del corro e iba para un bando. Se repetía la operación y al nuevo que le tocaba pi, para el otro bando. Y así sucesivamente. De este modo quedaban repartidos los miembros de los dos bandos. Esta fórmula se empleaba cuando había un buen número de chicos.
Se desarrolla a continuación algunos de los juegos y cómo se desarrollaba:
1.- CATUCIL
Se disponía de un palo, a poder ser de boj, de unos 60 cms de largo, de grueso como el mango de una escoba. Junto a él, el llamado catucil, del grueso del palo anterior y de 15 a 18 cms de largo, pero con una punta en cada extremo.
Se marcaba en el suelo la largura del palo grande. Si el sitio era de tierra, se escarbaba para poner el palo en la ranura del suelo. En caso de que el suelo fuera de piedra, se marcaba con una tiza la línea sobre la que colocar el palo largo.
Jugaban de cuatro a seis chicos. El que empezaba el juego lanzaba el catucil, pegándole con el palo largo, lo más lejos que podía. Los contrarios (del otro bando) podían cogerlo al vuelo. Para ello algunas veces utilizaban alguna prenda de vestir, ya fuera chaqueta o jerseys. Si conseguían atraparlo al vuelo, se ganaba la partida al bando contrario.
Pero ocurría que, si no se cogía al vuelo, en el sitio que estaba el catucil, el «sacador», que así se llamaba al golpeador, podía pegar con el palo largo en una de las puntas del catucil y lanzarlo lejos. Pero si el sacador en lugar de pegar en la punta del catucil, pegaba en el suelo, el contrario tenía una tirada con el pie para acercar el catucil al lugar de donde había salido disparado.
Si tenía dos o tres veces con el pie, dos o tres veces que el contrario podía beneficiarse. ¿Cómo se lanzaba con el pie?; se ponía el catucil sobre el empeine y se lanzaba hacia el lugar donde estaba el palo largo, el de salida. Cuando se veía que era fácil tocar el palo largo empujando el catucil con el pie, se solía decir «con una con el pie, tocatis», palabra que en latín macarrónico venía a significar «tocais», pero que quería decir que el catucil tocaría el palo largo y se ganaría la partida.
Si el catucil quedaba cerca del palo y se podía tirar otra vez, se cogía con la mano y con toda facilidad se tocaba el palo largo y se ganaba.
Pero sucedía a veces que no se cogía el catucil al vuelo ni se tenía para lanzar ninguna con el pie. Entonces el sacador miraba la distancia que había desde el lugar a donde había sido lanzado el catucil hasta donde se colocaba el palo largo, y echaba sus cálculos. Y decía al contrario lo que creía: por ejemplo, «100 medidas del palo largo».
Si el contrario no estaba de acuerdo porque el cálculo le parecía una exageración, entonces el lanzador ordenaba «a medir». Y el chico lanzador, curvado de espalda, medía con el palo largo el trecho que había entre donde había ido a parar el catucil y la raya donde se colocaba el palo largo.
Si, al medir, salían menos medidas del palo largo de lo que había dicho el sacador, éste perdía.2.-
LA VIAVÁEn este juego intervenía un grupo bastante numeroso. Se necesitaba un sitio amplio, como podía ser la plaza del Ayuntamiento. Se empezaba con una persona, y esta pillaba a otra y así sucesivamente. Así se formaba una gran cadena hasta terminar de pillar al último niño. Así se acababa el juego, y a empezar de nuevo.
3.- EL ‘TÚ LA LLEVAS’
Este juego también era de grupo grande, pero, digamos, más individual. Empezaba un chico o chica, por lo general del mismo sexo, y tocaba a otra persona diciendo tú la llevas. Esta, seguidamente tocaba a otra, y esta a otra diciendo tú la llevas, hasta que pasaba una por una al total del grupo. Era un juego muy rápido.
4.- EL HINCADOR
Solía ser de cuatro a seis chicos. La herramienta que se usaba consistía en un palo, preferentemente de boj, porque era más fuerte y pesado, de unos 70 cms de largo y una punta bien hecha en el lado más grueso. Este juego se desarrollaba cuando había mucha humedad y en tierra frondosa, para que, al actuar, se clavara lo más posible.
Se tiraba a clavar, pero al mismo tiempo procurando tirar el palo del contrario, que ya lo tenía bien clavado. Esto es, había que rozarlo al mismo tiempo de resbalón con la intención de tumbarle el palo del contrario. Y así varias veces. Vencía el que tumbaba al contrario o contrarios.
5.- EL ‘CATA, CATA-PLÚN’
También este juego solía jugarse en tiempo de lluvias, cuando había buen barro. Se jugaba entre dos chicos. Cada uno cogía un puñado de barro y lo adomaba (palabra textual). Y cuando estaba bien a punto, formaba con las manos una especie de pequeña cazuela, con las paredes un poco gruesas y la tapa más delgada. Se hacía así con el fin de que, al tirar al suelo, las paredes de la cazuela aguantaran el golpe, y la tapa delgada se hundiera, y quedara un pequeño hueco. Entonces el contrario procuraba hacerlo lo mejor posible, pero, como en todas las cosas, hay mejores y peores artesanos.
Si al tirar la cazueleta boca abajo, solo se rompía la tapa fina del barro, y al otro se le aplastaba todo el barro, éste tenía que pagar al primero con su barro para tapar. Y así, en varios cataplunes se quedaba sin barro y perdía.
6.- LA CALVA
En este juego podían jugar seis o más personas. Solía jugarse en aquellos tiempos en la carretera, porque el tráfico era muy escaso: poco más de media docena al día entre coches y camiones.
Se ponía en el centro de la carretera un bote, que solía ser una lata de tomate vacía. Junto al bote, la persona que había sido clasificada. los demás jugadores, con una piedra como de medio kilo o un kilo, se ponía a una distancia como de 25 ó 30 metros. Tiraban la piedra uno por uno. Si no pegaban en el bote, las piedras quedaban en el suelo, y los que tenían las piedras ya tiradas, podían ir a recogerlas. Pero estaba el del bote vigilante, y si alguno pasaba a recoger su piedra, el del bote podía tocarlo diciendo marro.
Si alguno le pegaba al bote, entonces todos corrían a recoger sus piedras, porque el del bote tenía que recoger el bote y ponerlo en su sitio.
Cuando el del bote tocaba a uno al recoger la piedra, ése se hacía cargo del bote, cosa que, por cierto, no era muy apetecible.
7.- EL BANDIADOR
En mi época, a la edad de 10 a 14 años, el bandiar no era como ahora, en los columpios. Entonces nosotros nos encargábamos del montaje y desmontaje del mismo.
En el patio que hay en la trasera de casa Calvo en aquellos tiempos solía haber madera que se sacaba del barranco de Sevince para cargar algún camión. Si quedaban algunos maderos, poníamos como tres o cuatro para que levantaran del suelo unos 80 cms. más o menos.
Con un madero como de seis metros, o más, teníamos solucionado el columpio. Nos poníamos de uno a tres chicos en cada punta y, arriba y abajo, y de costado, lo pasábamos en grande… Pero ocurría que entre tanto alguno con los pies tocaba el suelo y hacía un viraje con el madero, y algunos de los bandiadores caían al suelo.
8.- A REDONCHAR
Con este juego se disfrutaba mucho. Era un juego individual. Había dos o tres tipos de redonchos. Unos eran del círculo (aro) que llevaba la base del caldero; unos eran más grandes que otros, según el diámetro del caldero, eran poco consistentes, y los utilizaban los chicos más jóvenes.
Otros eran de la llanta de alguna bici vieja, a la que se quitaban los radios. Se hacía un guiador que consistía en un alambre grueso, curvado de una punta, que encajaba en el hueco de la llanta.
Los más expertos manejaban otro sistema, que consistía en un aro de unos 80 cms. de diámetro, de hierro macizo. Este tipo de hierro mazico tenía el guiador lo mismo que el que usaban los más jóvenes, el guiador de alambre torcido de una punta en forma de «u» para encajar en la medida del redoncho.
9.- A LA NAVAJA
Este juego lo desarrollaban más mayores y solía ser más frecuente después de los 14 años, cuando ya marchabas a trabajar al monte, y, más bien, cuidando vacas u ovejas.
Si te juntabas dos o más personas… se empezaba cogiendo la navaja por el filo y se tiraba dando una vuelta para que se clavara en el suelo hasta tres veces. Después se cogía en la palma de la mano las mismas veces para volver a clavarla sin darle la vuelta. Por último, se volvía a coger por el filo dándole dos vueltas, y, si se quedaba clavada, partida ganada. Esta última operación se hacía una sola vez, y se llamaba pampellón.
Luego se preparaba un palito delgado de unos 6 cms. de largo con una punta en un lado, y había que meterlo en tierra o tasca. Con el canto de la navaja se pegaba al palito tres veces procurando hincarlo lo más profundo posible. Si había suerte y el palo quedaba poco metido, el contrario lo sacaba con facilidad con la boca o dientes.
Si el compañero le daba bien tres veces y lo metía a fondo, el contrario no podía coger y sacarlo con los dientes. Al no poder sacarlo, pedía nariz y barba, que es hacer en la tierra con la navaja dos hoyos, hasta que por fin podía sacarlo con los dientes.
Una almadía es una balsa de madera, hecha con troncos iguales debidamente alineados y enlazados entre sí y repartidos por varios tramos unidos también entre sí que, conducida por los almadieros, discurre a flote y río abajo. Normalmente estos troncos eran de pino, abeto y ocasionalmente haya. Las almadías tenían como objetivo dar salida por vía fluvial a toda la riqueza forestal de los valles pirenaicos navarros, dado que en estos valles no había otra vía de comunicación que estrechos y escarpados caminos y el río.
Arrastrar los troncos por estos caminos con caballerías era prácticamente inviable. La solución más rápida y lógica, aunque también la más arriesgada, era por lo tanto a través del río. Los almadieros, montados sobre ellas, las conducían río abajo desde los valles de Roncal, Salazar y Aézcoa a través de los ríos Aragón y Ebro hasta Zaragoza e incluso Tortosa.
Se desconoce por completo desde cuándo se utilizaban las almadías, si bien la propia palabra es de origen árabe (balsa ligera). Es en el siglo XIV cuando encontramos los primeros documentos que hacen referencia en Navarra a la navegación de las almadías por las aguas del río Aragón provenientes de los valles aragoneses de Echo y Ansó. Es a mediados del siglo XVIII cuando el pirenaico Valle de Roncal entra en directa competencia con los valles alto aragoneses.
Los reinados de Fernando VI y de Carlos III se caracterizaron por el gran impulso que le dieron a las grandes obras públicas. En este periodo hay que situar la construcción de buques para la Real Armada y las obras del Canal Imperial, para las que el famoso Pignatelli empleó las masas forestales de los valles navarros de Roncal y del Irati.
Es precisamente durante el último cuarto del siglo XVIII cuando se produce el apogeo del tráfico almadiero en los valles del Pirineo navarro. Sirva como dato que entre 1.764 y 1.774 salieron del valle de Roncal más de 50.000 troncos.
El tráfico almadiero se fue perdiendo paulatinamente en el Pirineo navarro a lo largo de la primera mitad del siglo XX. El valle de Roncal fue el último enclave en perder este oficio. La construcción de las carreteras y la aparición de los primeros camiones como medio de transporte favorecieron la extinción de este oficio y de este medio de transportar la madera. La construcción del pantano de Yesa en 1.952 en el cauce del río Aragón supuso el punto final y definitivo del tráfico almadiero.
¿Desde cuando se celebran?, no se sabe. Pero lo que sí sabemos es que la guerra de 1936 marcó el inicio de un paréntesis de más de cuarenta años en los que doña Cuaresma no fue previamente anunciada por don Carnal; a diferencia de otros muchos pueblos no hubo propiamente una suspensión tras la guerra. No se prohibieron en Burgui los carnavales, pero sí se prohibió taparse la cara, y durante todo ese tiempo sin duda no fueron lo mismo.
Las ordenanzas de 1879, que se conservan en el Archivo Municipal, aplicaban para las carnestolendas de esta villa una normativa amplia y clara: “En los días de Carnaval se permitirá andar por las calles con disfraz, careta o máscara; pero se prohíbe llevar la cara cubierta después del toque de oraciones de la tarde”. Esta misma ordenanza prohibía también “los trajes que imiten la Magistratura, los hábitos religiosos, o los de las órdenes militares. La autoridad municipal tenía potestad para obligar a quitarse la careta, si entendía que era necesario.
En el año 1923 un bando municipal prohibía a los enmascarados pronunciar discursos políticos o sátiras punzantes; o arrojarse de unas personas a otras agua, líquidos, pinturas…, o gritar y vociferar a partir de las 10 de la noche.
Sábado de Carnaval
Lamentablemente no es mucho lo que sabemos de aquellos carnavales de antaño. Sí que sabemos que mientras en otros pueblos del valle los carnavales se celebraban los tres jueves previos al Miércoles de Ceniza, en Burgui comenzaban el sábado anterior a ese mencionado miércoles.
El personaje emblemático por excelencia era el zipotero; se llamaba así a cualquiera que fuese disfrazado, pero el requisito indispensable era cubrir la cara con una máscara, que normalmente era de cartón o de tela. Los zipoteros que salían el sábado a la tarde, armados con un palo, solían ser muchachos con una edad que oscilaba entre los 14 y los 16 años. Les gustaba perseguir a los niños, azuzándoles con el palo; pero estos no paraban de gritarles aquello de “Zipotero, morros de puchero, y si no me das el gorro, te encorro”, o aquella otra letrilla que decía “triko trako, una abarca y un zapato”.
Domingo de Carnaval
Una cosa no estaba reñida con la otra. Lo primero era la misa mayor, a la que acudía la mayoría de los vecinos; finalizada la ceremonia religiosa era el momento de que los mozos se reuniesen en cuadrillas, algunos de ellos disfrazados. A partir de ese momento cada una de las cuadrillas se buscaba un sitio en el que estar, bien fuese una casa, un pajar…; y allí, al ritmo de la guitarra, bandurria, acordeón, o de otros instrumentos musicales, se improvisaba un baile entre chicos y chicas.
Lo curioso es que después las chicas se retiraban a su casa, mientras que ellos se sentaban juntos a comer en la denominada casa de la cuadrilla, con abundante comida (cabrito, cordero, ternasco, ajoarriero, etc.) y abundante bebida (vino, café, coñac, anís, etc.).
Pero el momento de disfrazarse era por la tarde. Después de la sobremesa algunos acudían a prepararse a su casa, otros lo hacían en cuadrilla. Y es así como los zipoteros tomaban la calle. Ellas, las chicas, eran poco dadas a las excentricidades; solían disfrazarse, pero con elegancia, de ahí que se les llamase madamas. Era frecuente ver también a algunos hombres vestidos de elegantes damas, esos eran los madamos. Tanto ellas como ellos vestían totalmente de blanco; falda, blusa, medias, zapatos…todo blanco; en la cabeza un sombrero de paja cubierto con unos paños blancos.
Algo muy propio de Burgui, y que también se daba en el resto del valle, era la afición por representar escenas agrícolas. Raro era el carnaval en el que no se viese a dos caballerías, o bueyes (dos mozos atados entre sí con una cuerda, como si fuesen juñidos, y con un trapo colgando al cuello, a modo de collerón), arrastrando un arado que era conducido por un arriero. A su lado nunca faltaba otro zipotero que hacía de “asementador”, solo que en lugar de simiente echaba a bautizo (echar a voleo excrementos de cabra, o cacalotes, pintados con cal, que iba sacando de una alforja. A veces el “asementador”llevaba también un pequeño caldero lleno de otro tipo de excrementos, pero cubriendo la capa superior con cacalotes de cabra, de tal forma que en su actuación callejera dejaba el caldero en el suelo, y de su alforja sacaba cacalotes arrojándolos a la gente, y nunca faltaba algún “listo” que, con ánimo de venganza, aprovechaba el “despiste” del zipotero para correr hacia su caldero e introducir en él la mano creyendo que allí llevaba solo las cagarrutas de las ovejas, pero aquella mano de inmediato quedaba embadurnada de… ¡excremento humano!.
Otros no eran tan brutos, aunque hacían algo similar; llenaban un caldero con ceniza y agua, creando una masa espesa y viscosa, sobre ella colocaban una fina capa de excrementos de oveja tintados con cal, de tal manera que con la poca luz del atardecer simulaban ser almendras, y cuando alguien iba a coger las almendras que se le ofrecían, en el momento de cogerlas levantaban el caldero haciendo que la mano se hundiese en ese fango de ceniza y agua que ocultaban las “almendras”.
El zipotero más típico era el que se disfrazaba de anciana, con su chambra, su falda, sus alpargatas, y siempre una careta.
Por lo demás, el zipotero solía vestir con ropas viejas, pantalones blancos o de flores, un saco viejo de arpillera a modo de jersey, una cesta vieja en la cabeza, la cara tapada, y en la mano una vejiga de cerdo, símbolo de fertilidad.
Lunes y Martes de Carnaval
El lunes y el martes previos al Miércoles de Ceniza se reproducían las mismas escenas que el domingo. Estos dos días la gente mayor, o al menos los casados, se involucraban más. Por la mañana se hacía la denominada Ronda de los Casados, en donde ellos iban de casa en casa formando una animada comitiva musical en la que se veían instrumentos como la pandereta, el triángulo, laúd, requinto (una guitarra pequeña, en Salvatierra guitarrico), bandurria, guitarra, y las famosas castañuelas, que en Burgui se hacían estas con dos piedras de río, planas, que se ponían entre los dedos y se les hacía sonar con gran habilidad.
Al anochecer las calabazas adquirían también su protagonismo. Vacías, con ojos y boca, y una vela en su interior, decoraban algunas ventanas. Mientras tanto no faltaban zipoteros que, con unos zancos en los pies, recorrían las calles con nocturnidad apoderándose de todas las reservas alimenticias que fresqueaban en las ventanas, incluso entraban en los corrales a por huevos, ¡y a por gallinas algunos!. Con todo lo arramplado hacían después buena cena. Era carnaval, y esto lo justificaba todo.
El carnaval de Burgui tenía su canción de despedida, no muy diferente a la empleada en otros pueblos del valle, pero adaptada. Decía así: “Si de mi dependiera, yo lo había de arreglar, con siete meses de San Pedro, y cinco de Carnaval”.
Los últimos testimonios
En el año 2001 el colectivo Kebenko editó un folleto sobre los carnavales del valle de Roncal. En el caso de Burgui se apoyaron en los testimonios de Pedro Baines, de Carlos Zabalza (entonces con 87 años), y de un tal Babil (entonces con 94 años).
Entre los años 2006 y 2009 la asociación cultural La Kukula, a través de las entrevistas realizadas, ha recogido testimonios del carnaval de varios vecinos de esta localidad, quienes a través de sus recuerdos nos permiten hacernos una idea de lo que pudieron ser los carnavales de Burgui en el siglo XX.
Cirila Garate Ustés(1907) recordaba que en Burgui se vestían de cipoteros, con tela de saco y sombrero de paja. Iban por las casas pidiendo, y cada vecino les daba lo que buenamente podía. Les gritábamos “cipotero, morro de puchero”.
Josefa Urzainqui Sanz(1921) rememoraba: “Iban los mozos disfrazados con caretas, y llevaban escobas ‘mascaradas’. Las chicas, perseguidas por ellos, corrían a casa a encerrarse. Los carnavales eran muy sucios”.
Simeón Palacios Garate (1934) manifestó durante la entrevista que él recordaba que en Burgui duraban estas celebraciones tres días, concretamente los tres días anteriores al Miércoles de Ceniza (domingo, lunes y martes). “Solía venir un acordeonista de Jaurrieta; y los mozos se disfrazaban como si fuesen espantapájaros, con sombrero de paja y telas de saco, u otras ropas viejas.Después de la guerra civil (1936-1939) los curas no dejaban que los mozos se tapasen la cara”.
Hilario Glaría Urzainqui(1936) contaba que en Burgui, a diferencia de otros sitios, no se han prohibido nunca. Siempre se han celebrado. Los mozos salían con bandurrias; había baile en lo de Ayerra, en el salón; y años atrás el baile se hacía en la carretera.
Los días de carnaval eran los tres anteriores al Miércoles de Ceniza (domingo, lunes y martes). El martes, que era cuando acababan, era fiesta para todo el pueblo; no se trabajaba ese día. Se iba de ronda por las calles, muchos iban con la cara un poco pintada.
Los niños cantaban:
Cipotero,
morros de puchero,
si no me das el gorro,
te encorro.
Eh, eh,
caraza, maraza,
llevas las tripas
de calabaza.
Poco puedes,
menos vales,
rompe esquinas,
por las calles.
Miguel Aznárez Lus (1965) recordaba que cuando él era niño, antes de morir Franco, “no se celebraban los carnavales, pero por llevar un poco la contraria al cura, algunos nos pintábamos bigotes y barba con corcho quemado, y al día siguiente teníamos que ir a confesar el ‘pecado’ con don Marcelino”.