La casa de los abuelos
Los sonidos, los olores y los sabores del verano. El río, la plaza, las eras, la iglesia y el barrio. Los juegos y las risas. Las reuniones familiares, las aventuras con los primos y los viajes con los tíos al monte o a los pueblos vecinos. Todo eso y mucho más, difícil de definir, era la casa de los abuelos en verano. En el gran portalón de madera, que da entrada a la casa, nos columpiábamos a menudo. Nos gustaba hacerlo, especialmente, las tardes de tormenta. Esas tormentas de verano en las que hay un olor especial a tierra mojada. Allí estábamos protegidos. El arca de la entrada nos servía para colocar nuestros juguetes: tabas, botes, cromos, palos….. A última hora la puerta se abría de par en par para que entraran las caballerías que habían estado trabajando en el campo.
Al fondo estaba la cuadra. Se llegaba hasta allí por un suelo de piedras redondeadas en el que sonaban las pisadas de los animales. Era el momento en que toda la casa se llenaba de voces y risas. Se contaban anécdotas de la jornada y a nosotros nos gustaba estar allí. A la derecha de la puerta de entrada estaba el granero. Arcas con pienso, trigo, cedazos, romanas y antiguos utensilios -artesas- donde se amasaba pan. Todo en perfecto orden. A través de las escaleras de madera llegábamos al primer piso. La cocina era el lugar de reunión, amplia, espaciosa. El abuelo, sentado, con su bastón cerca, llamándonos. La abuela organizando la comida. Los padres y tíos hablando y bajando la voz cuando no querían que nos enterásemos de algo. Allí se hablaba y se reía mucho, mucho. Al lado, la recocina. Grandes pucheros sobre el fuego durante toda la mañana. Se cocinaba para la familia y los trabajadores. Todo un mundo de olores, sabores y sonidos. Y junto a la cocina, el comedor en el que comían los hombres. Las mujeres y los más pequeños en la cocina. Eso los días laborables. Los festivos comíamos todos juntos. También en el primer piso, el “cuarto de los tocinos” donde se guardaba todo tipo de alimentos. Era una despensa donde había jamones, longanizas, quesos….. y los aromas de los postres que cocinaba la abuela. Se nos hacía la boca agua. Enfrente de ese cuarto estaba la habitación de los abuelos. Sus camas, armario y mesillas nos llamaban la atención. Las camas tenían unos cisnes de largo cuello tallados en las cabeceras. Más escaleras de madera hasta el segundo piso. Había habitaciones para todos. Después de comer nos mandaban a la siesta. Bajábamos con mucho cuidado para que no nos oyeran. Nos pescaban casi siempre. En la entrada contábamos historias. Procurábamos hacerlo en voz baja para no molestar a los mayores. En esa hora el sol pegaba con fuerza y la casa permanecía quieta, en silencio. De una de las habitaciones se salía a un balcón. La abuela se sentaba a ratos allí y se quedaba muy quieta. Seguramente para descansar del ajetreo de la casa. Nos intrigaba qué hacía tan callada. En el balcón poníamos a secar las pipas de melón. Todavía había un último piso “el sabayao” cuyo techo era el tejado de la casa. Y más alimentos: frutas extendidas, productos de la huerta, nueces….. En aquella casa había comida por todas partes. La casa de los abuelos era nuestro universo en esa época, dulce y cálido. Encerraba todo lo importante para nosotros. Nos sentíamos seguros y felices. Un día de septiembre, tras un verano estupendo, inesperadamente, el abuelo se fue para siempre. Ni la casa, ni el verano, volvieron a ser nunca lo mismo.
Relato facilitado por Marian Marco, recuerdos de su infancia en Burgui.