Los antiguos hornos municipales de pan
En Burgui durante los últimos siglos hubo un par de hornos municipales. Uno de ellos -de él hoy no queda más que el solar- era el de Portalatín, porque el amo de esta casa debía ser el propietario del local y arrendatario del servicio. Estaba situado en la calle del Medio, debajo de casa Aguyo, enfrente de la casa de Carlos Zabalza. Era un pabellón con tejado a dos aguas y mobiliario elemental: bancos corridos, unas simples mesas para trabajar la masa y un horno de leña con boca de hierro manipulada a palanca. El otro, de parecidas características, era el de Mañuelico, situado en la calle de la Cruz, en el solar que hoy ocupa la casa de Prudencia Sanz, frente a casa Larrambe.
¿Cómo funcionaban los hornos? La víspera de hacer la hornada -generalmente las familias hacían pan sólo una vez a la semana- las dueñas cernían la harina y preparaban la masa en su propia casa. El día señalado la hornera, muy de madrugada, llamaba por tres veces en las puertas de las dueñas. El primer aviso era para que encendieran el fuego, el segundo para que calentaran el agua, y el tercero para masar (amasar). ¿Cabe servicio más esmerado?
Poco después comenzaban a entrar a la tahona las amas de casa -normalmente acudían al horno que les caía más cerca- cargadas con la masa envuelta en un mantasco, y comenzaban a moldear figuras de panes, alguna torta, e, incluso, algún muñeco o figurilla para los niños. Marcaban las piezas con la señal de la casa (pellizcos de diverso tipo o señales muy sencillas, pero de larga tradición), para poder identificarlas cuando salieran del horno. Con las manos en la masa, la conversación se animaba repasando habladurías sobre noviazgos, disputas o escándalos más o menos trascendentes en la villa. La hornera alimentaba la lumbre, barría con matas de boj el suelo del horno y, por medio de palas de diversos tamaños, iba depositando los distintos moldes de masa en el horno. La propia hornera los sacaba después cocidos, y cada dueña volvía a casa con su capazo a la cabeza lleno de hogazas, y con una cesta con tortas azucaradas e, incluso, alguna dulce chuchería. ¡Buen día, para los niños…! Y también para los mayores, que no hacían ascos al pan crujiente, a pesar del conocido y taimado refrán: ‘casa de pan tierno, casa de mal gobierno’.
Y ¿qué recibía la hornera por sus desvelos, leña, ropa (mantas) y utensilios que ponía a disposición de sus clientas? Un trozo de masa por cada masada cocida. En 1643 había que entregar a la hornera una libra de pan en massa por cada robo de la especie. Además se le exigía vender el pan que produjeran esas raciones de masa al mismo precio que el de la panadería. En definitiva, que no debía ser gran negocio el de hornero, o mejor, de hornera, que es la que llevaba el peso del trabajo. Sacarían tan solo el pan para casa y unos cuantos reales más por el que vendieran con la aportación de las clientas, pero cumplían una hermosa misión de intendencia para la villa.
Por lo que había costado, y por lo que suponía para la familia, el pan tenía algo de sagrado. Era pecado tirar el pan. Se señalaba la hogaza con una cruz antes de cortarlo. Y todos los domingos y fiestas de guardar cada familia, por turno riguroso y con un esmero extraordinario, llevaba cortado a la iglesia el pan bendito, que se repartía en la Misa Mayor al comenzar el ‘Padre nuestro’.
Los dos hornos municipales debieron funcionar hasta la Guerra Civil (1936-39). Después de la Guerra muchas amas de casa aún siguieron amasando en casa, pero ahora llevaban a cocer la masa a las panaderías de Rumbo, Juan Grande y Pelaire. Hacia 1950 recogieron cedazos, artesas y mantascos y comenzaron a acudir, como las señoras de la capital, a la panadería a por el pan de cada día.
En los documentos antiguos se diferencia claramente entre hornos y panadería. Se subastaban por separado los dos servicios. Parece que el fin primordial de la panadería era proveer de pan a los que no sembraban: clérigos, carabineros cuando los hubo, médico etc. Sin embargo, es muy posible que los mismos hornos ejercieran también la función de panadería. Podían hacerlo perfectamente. Lo cierto es que, durante siglos, la gran mayoría de amas de casa de Burgui acudían a cocer el pan de su hogar a los hornos municipales.
En el año 1932 Alejandro Ezquer Andreu abrió la actual panadería que hoy -ya en la tercera generación- continúa ofreciendo a vecinos y visitantes los afamados cabezones y tortas de txantxigorri en uno de los pocos hornos de leña existentes en el Pirineo. Un pan estupendo para hacer tostadas junto al fogón o un buen caldero de migas, plato común de almadieros y pastores, hoy convertido en menú de celebraciones.
Enlace a reportaje sobre panadería Ezker en Diario de Noticias, 14/12/2014