Golondrinas, del Rosario a la alpargata
Cinco misterios desgranados cuenta a cuenta, y las letanías rematadas cada una de ellas con la cantinela repetitiva del ora pro nobis; eso era, y es, el rezo del rosario, una oración que el 7 de octubre, festividad de la Virgen del Rosario, adquiría en la iglesia parroquial de Burgui una solemnidad especial. Finalizaba esta oración con el rezo de la Salve, recitada unas veces, cantada otras, preferiblemente en latín, con todas las vecinas y vecinos mirando fijamente a la imagen mariana que, bajo la advocación del Rosario, ese día presidía esta oración colectiva.
Finalizado este solemne momento, en los bancos ocupados por las niñas, se daba paso a otro momento no tan solemne, pero tremendamente emotivo. Era el momento de iniciar las despedidas. Sí, las despedidas. Ese día, ¡ese momento!, finalizado el rosario, era el elegido por las niñas adolescentes de Burgui para salir valle arriba con el objetivo de pasar al otro lado del Pirineo para ganarse allí la vida, durante el invierno, en la fabricación de alpargatas. Atrás quedaba la época estival, las semanas de trabajo en Sasi o los Sotos, las tareas de las hierbas, la ayuda doméstica en casa… atrás quedaba una etapa de trabajo, y otra por delante.
Los equipajes habían quedado preparados; algo liviano, cuatro ropas de abrigo, algo de calzado y la consabida foto de unos padres, debidamente enmarcada, a los que querían tener bien presentes en sus recuerdos. Y el invierno por delante, tan duro a un lado como al otro. El invierno del Pirineo.
En la plaza esperaban algunos hombres con las caballerías preparadas, bien cargadas con los hatillos sobre los bastes, dispuestos a acompañar su marcha hasta la muga, hasta el “cerro de las latas” en Arrakogoiti. A partir de allí no procedía aventurarse ellos sin un salvoconducto que justificase su paso por la frontera.
Se atiborraba la plaza. Burgui era pueblo pequeño, es decir, todos eran parientes, o al menos esa era la sensación. Allí estaban para decirles adiós. Algunas veces se incorporaban aquí algunas mozas de Salvatierra, incluso de Sigüés, hijas también de la necesidad. Allí estaban madres y hermanas, también los hombres, pero mucho menos dados a exteriorizar su angustia y sus emociones. Ellas, risueñas, exhibiendo juventud, todas amigas, vestidas de negro con saya y corpiño, dispuestas a ganarse el jornal, aun sabiendo que a su regreso no podían pasar divisas, que tendrían que convertirlas en telas, bordados, mantelerías, bisutería… con la obligatoriedad de declarar todo ello en la aduana; o, en algunos casos, pasar las mercancías o las divisas de forma clandestina a través de sus parientes que, haciendo de la noche su cómplice, cargaban las mulas para conducirlas desde el otro lado por caminos no vigilados, anticipando y anunciando así la llegada de ellas en su regreso primaveral.
Y las caballerías, con ellas sobre su lomo, iniciaban su marcha por el Camino Real mientras unos y otros agitaban los pañuelos como mejor forma de decirse adiós. Lágrimas escondidas, emociones ocultas, incertidumbre… y ellas alejándose valle arriba mientras los cascos herrados pasaban a convertirse en el único hilo musical. Sin volver la vista atrás. Las campanas de la iglesia eran su última referencia sonora de Burgui. Tenían horas por delante para ir rumiando en su cabeza los consejos de la madre: Escríbenos unas letras para hacernos saber que has llegado con bien… ¡Abrígate los pies!… No os separéis las del pueblo… Que vean que sois trabajadoras… Vete haciéndole allí un hueco a tu hermana… No dejéis de ir a la iglesia… Sabían que iban a añorar a la familia, que el paso de las semanas daría paso a la nostalgia. En algunas familias, como en casa Lupercio, todas sus hijas (Gerónima, Aleja, Eugenia y María) llegaron a partir hacia Mauleón para trabajar en fábricas de alpargatas.
En el cruce de Vidángoz se sumaba alguna más. Lo mismo en el de Garde, y en Roncal, Urzainqui… Desde Isaba era una larga caravana la que partía hacia Belagua con destino a la Venta de Arrako, primera noche fuera de casa. Allí se juntaban con las ansotanas y con las de Fago, que habían tenido una travesía bastante más dura, subiendo desde Ansó hasta Punta Idoya, y por Berrueta a coger el paso entre la primera y segunda peña de Ezkaurre, Ezkaurri que decían ellas; y por ese angosto paso, también llamado “Paso del Oso”, bajaban a Belabarce, atravesando ese valle buscando la línea recta hacia Arrako, forzando así la salida a Belagua por Maze.
Eran sus últimas horas de estar juntas, allí, al calor del fuego de la cocina de la venta. Era también, para las roncalesas, su despedida del valle. Alumbradas por algún candil de aceite tratarían de robarle horas al sueño a pesar del cansancio, no había otra oportunidad de estar juntas, de ponerse al día de dimes y diretes, de escuchar confidencias amorosas… Y al amanecer, después de un buen desayuno, después de despedirse de Nuestra Señora de Arrako en la misma ermita que a algunas de ellas les había servido de cobijo esa noche, iniciaban el verdadero ascenso, ¡eso sí que era subir!, ¡y contentas de que no hubiesen caído ya las primeras nieves!. La larga caravana enfilaba hacia Juan Pito, y desde allí hacia Arrakogoiti. Era el momento de separarse. Las menos, por la falda de Lákora y el collado de Eraiz, buscaban el collado de Ernaz para bajar desde la Piedra de San Martín hacia Arette, Olorón… Las más, por el propio collado de Arrakogoiti, entre Lakartxela y Bimbalet, iniciaban su descenso hacia Santa Engracia, no sin antes haber despedido a sus familiares y a las caballerías que en ese mismo punto saldrían a su encuentro en la primavera. Y ellas solas, con sus largos faldones, con su hatillo en la mano, por Venta Dominica, por la Caserna, bajaban hasta Santa Engracia y enfilaban hacia Mauleón, o hacia donde le tocase a cada una. Mayoritariamente iban a las fábricas de Mauleón. Por aquellos caminos, o ya en el propio destino, las roncalesas y las ansotanas se juntaban con las salacencas que habían empleado los caminos tradicionales que el Salazar tiene con Zuberoa.
Las calles de Maule (Mauleón) vivían esos días una animación especial. Se notaba en las tabernas, en las tiendas, en las calles. Lo primero era asegurarse el alojamiento, ya apalabrado de antemano. Y lo segundo era dar vida y producción a aquellas florecientes fábricas de alpargatas. Unas más modernas que otras, en unas se trabajaba en serie sobre una larga mesa, y en otras se mantenía el sistema tradicional de antaño, es decir, el trabajo individual sobre banco de alpargatero. Había que manejar el cáñamo, el yute, la lona, aguja y lezna… había que hacer y coser las suelas, montar empeines y taloneras de lona, coser con arte y con rapidez, sin apenas tiempo al ocio… Eran seis meses de duro trabajo, seis meses manteniendo en su cota más alta a las afamadas espardiñas de Mauleón.
Buscaban tiempo para escribir a casa y contarles como les iba; buscaban tiempo para el paseo, ocasionalmente para el cortejo con algún mozo, imposible olvidar el ambiente navideño, todas juntas, lejos de sus familias, constituyendo ellas una gran familia especialmente en esas fechas. Y trabajar, y trabajar, y trabajar… Entre puntada y puntada dejaban volar muchas veces la imaginación y se veían paseando por la calle Mayor de Burgui, o asomadas al pretil del puente, o por Karkarutxea, o jugando en los Cuatro Arbolicos, o viendo pasar al “obispo” con toda su comitiva de pedigüeños… Pero su realidad estaba allí, entre aquellas paredes, entre aquellas familias que les acogían, entre aquellos mozos que les rondaban.
Finalmente llegaba la primavera, era el momento de las últimas puntadas, del final de la temporada. Era el momento de cobrar un buen puñado de francos, predestinados a ser requisados en la aduana si no los convertían en productos y mercancías. Era el momento de comprarse buenas telas, buena pasamanería para sus trajes de roncalesas, buenos relojes, chocolate… “Salimos el día 30” habían anunciado discretamente en una carta; y padres y hermanos pasaban de noche la muga y les aguardaban en el bosque para hacerse cargo de todas las mercancías, dejándoles únicamente un pequeño equipaje. Y era así como dejaban atrás Mauleón, y a sus amigas, y a sus familias adoptivas, y arriban les aguardaban los guardias que revisaban sus equipajes y se asombraban de lo poco que tenían para declarar. “Ha sido mal año”, se justificaban, y mientras tanto, por la peña de los Buitres, por la falda de Lakartxela, a veces por Roizu o por Mintxaturrea, por Ardibidegainea, la noche era testigo de aquellas caravanas de mulas que evadían aduanas y tricornios, para que el dinero ganado por hijas y hermanas no mermase en beneficio del Estado o de no se sabe quien.
Y allá, al final del valle, o al principio, según se mire, estaba Burgui. Aquellas campanas que meses antes habían sido el último sonido que de su pueblo habían escuchado, eran ahora el primero. Las hermanas pequeñas, los novios, los más impacientes, salían ya a su encuentro hacia el molino de Roncal. De nuevo en casa, de nuevo a las hierbas, de nuevo al ganado… Era la vida del Pirineo, la vida de las mujeres que fueron niñas, la vida de quienes aquí y allí, con los de aquí y con los de allí, hablaban una misma lengua vascongada.
Las alpargatas se ponían en el pie, y de un lado y del otro subían las cintas por la pantorrilla entrecruzándose para quedar bien amarradas, unidas en fuerte lazo. Así ha quedado la sangre del Pirineo, entrecruzada, atada con fuerte lazo, gracias a aquellas muchachas que desde mediados del XIX hasta los años cuarenta del XX ejercían de golondrinas: de negro, marchándose en el otoño, y regresando en la primavera.
Pronto llegará de nuevo la fiesta de la Virgen del Rosario, el 7 de octubre, momento de recordar a nuestras últimas alpargateras de Burgui. Entre otras muchas: Servanda Aznárez Solanilla (casa Fayanás), Evarista Mainz Lampérez (casa Martineta), Cirila y Trini Gárate Ustés (casa Aso), Micaela Fayanás Mainz (casa Juan Babil), Felipa Ezquer Andreu (casa Juan Grande), María Pérez Pérez (casa Lupercio), Juliana Mina Iriarte (casa Mendive). Y en especial a todas aquellas otras que nunca más regresaron al pueblo que les vio nacer.